jueves, 10 de octubre de 2013

Los veinte kilitos


Bueno, como anticipé en el mensaje inaugural, el hecho de ponerme a runnear no era tanto como por que me encantase esto de irme arrastrando por esos parques de Dios, sino a la necesidad de calzar una talla de ropa más adecuada a una persona que a una morsa. Sumad esto a la conjunción de varios planetas, en forma de vecinos de urbanización, y a las restricciones impuestas por la Gestapo en forma de mujer, y tenéis la ecuación casi completa.

No os engañéis, correr solamente no funciona (o no tanto). Eso sí, al llegar a casa reventado no tienes hambre, lo cual ayuda.

Pues eso, un buen día nos juntamos varios sufridos padres a la puerta de la urbanización y descubrimos (esto de los niños da mucho tiempo para hablar) que a todos nos apetecía dar unas vueltas para desbravarnos un poquito. Empezamos con tiento, por mor de las lesiones, pero al poco estábamos ya corriendo cerca de 30 kilómetros a la semana, y ahí seguimos. No sé los demás, pero yo estaba convencido de que era flor de un día, que tarde o temprano (más temprano que tarde) diríamos adiós a nuestro recién estrenado propósito de año nuevo (la conversación surgió en Diciembre y empezamos con lo serio en Enero), pero no, seguimos ahí y, lo que es más, incrementando el número de vecinos con el vicio.

En el proceso, unos 850 kilómetros acumulados, y 20.000 gramos de peso muerto…. Y varios amigos por el camino. ¿Compensa?

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