Detalles. Eso es de lo único que te tiene que
preocupar. Detalles.
La cantinela que resuena en la cabeza del sargento
Martinez es siempre la misma. De lo contrario se expone a engrosar la lista
de guardias civiles que habían tenido que salir a tomar un poco el aire,
incapaces de aguantar incólumes todo aquello que estaban mirando, por supuesto
desde detrás de las cintas que delimitan el área del suceso, mientras
esperaban la llegada de la científica.
Esto es demasiado. Tercer crimen en lo que va
de semana. Ni disimulado, ni elaborado. Brutal. Simplemente brutal. El mismo
modus operandi. Los mismos resultados.
Primero: Sierra de Gredos. A cinco Kilómetros
desde donde ahora mismo se encuentran. Un lugareño, caminando por una roza, percibe
algo extraño en un zarzal algo retirado del camino. Un matiz, un cambio de
color en el paisaje. Intrigado, se dirige hacia allá. Hubiese deseado no
hacerlo.
A medida que se acerca, nota un olor
familiar. Al fin y al cabo, es cazador, como casi todos los vecinos de la comarca.
Sangre. ¿Un ciervo? Huele bastante, o sea que tiene que ser un animal grande. Los
furtivos en la zona son un problema. No es época de caza. Sin embargo, lo que
le enerva no es el mero hecho de la muerte del animal, sino el desperdicio de
carne que supone. Si lo matas, llévatelo. De lo contrario es un crimen– Piensa.
Y, efectivamente, con eso se encuentra. Un
crimen. Pero no del tipo que se había imaginado. Era un animal grande, sí, pero
de dos patas, y con nombre propio. Damián Uncilla. Su vecino. O eso le confirman
después. En ese momento, y después de haberlo observado atentamente (en su
honor hay que decir que es el único hasta el momento junto con el propio
Martinez que no tuvo que alejarse precipitadamente de la escena del crimen para
vomitar), lo único que saca en claro es que era un hombre, o lo que queda de
él. Cara prácticamente inexistente, trozos de carne arrancados del hueso,
cuello colgando de una fina tira de nervio, con la columna vertebral totalmente
seccionada. Sangre. Negra. Ya coagulada.
Hubo que identificarle gracias a la
documentación que encontraron a unos tres metros de su cuerpo, y aún podía
escuchar los gritos de horror de su familia a la hora de identificarlo.
Hacía dos días.
El segundo apareció hace menos de
veinticuatro horas, en la batida que se organizó a partir del descubrimiento
del primer cuerpo, que acababan de reanudar ahora mismo, con las primeras luces
de la mañana. Mismo escenario. Un sotobosque umbrío, con abundancia de encina y
roble. Espeso por la maleza. Sombrío. El cuerpo aún más destrozado que el
primero. Huesos quebrados, reducidos a pulpa. Pendiente de confirmar la
identificación, pero todo apunta hacia un pastor de un pueblo cercano, del que
se denunció la desaparición hace un par de semanas. Roque San Juan se llamaba.
Recio, como todas las gentes de esta tierra. Fuerte como un mulo. Y totalmente
desmembrado. Marcas en todos los huesos del cuerpo, por lo menos en todos
aquellos que no estaban totalmente quebrados. No todo el destrozo se debía a
los atacantes. Cada vez que cierra los ojos, puede ver a los buitres, con
trozos de carne colgando de sus picos y los ojos encendidos, violentos.
Protestando, porque les alejan de su comida. Sangre. De nuevo sangre.
Y ahora esto. Parece el más reciente de los
tres, se dijo Martinez. De hecho, debió de salir del pueblo justo antes de que
se emitiera el aviso, tres horas después de que se verificara lo sucedido con
el primer cadáver. Tres malditas horas tarde.
No les había dado tiempo a terminar la faena –
pensó- lo cual hacía si cabe más desagradable la tarea. A
pesar de lo reciente del hallazgo, ya se había podido identificar el cuerpo.
Pablo Ramírez Crespo. 37 años, natural de Zapardiel, otro pueblo de los
alrededores. Había salido a entrenar. Estaba haciendo trail por los alrededores
del pueblo cuando ocurrió. Mala suerte.
Cuello desgarrado, prácticamente toda la masa muscular de la pierna
derecha colgando de la rodilla. Iba corriendo. Ni siquiera tuvo una oportunidad de escapar. Sangre. Mucha más sangre.
A lo lejos, se escucha un tiro. Otro. Pronto
pierde la cuenta.
Martinez levanta la cabeza y suspira,
aliviado. Su trabajo ha terminado. Sí, queda papeleo, pero ya se puede relajar.
Esta escena no se volverá a repetir. Por lo menos con los mismos protagonistas.
Se estremece y regresa hacia el todo terreno, dejando al cargo de la escena a
su compañero.
Eran doce. Lo averigua por la tarde, en la comandancia.
Hubo que movilizar a cinco jaurías, y prácticamente todos los cazadores de la
zona. Doce mastines, muertos de hambre tras haber pasado una semana sin comida
ni agua, encerrados en una parcela. Se tiraron contra la valla. La reventaron.
No es de extrañar, comprobó al verlos. El más
pequeño pesaría alrededor de los cuarenta kilos.
Fueron hacia la presa más fácil que
encontraron. Y dio la mala suerte de que fue Roque. Estaba al lado de su cerca,
apacentando el rebaño, cuando sucedió. No pudo ni levantar el bastón. El resto
es historia.
Vamos – dice –
Sabe que es inútil, que en un par de días
estará en la calle. Al fin y al cabo estaban en un recinto vallado. Pero siente como hierve de cólera. Sabe quién es el
verdadero criminal, y también sabe que quedará impune.
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