jueves, 24 de octubre de 2013

Rojo

Detalles. Eso es de lo único que te tiene que preocupar. Detalles.
 
La cantinela que resuena en la cabeza del sargento Martinez es siempre la misma. De lo contrario se expone a engrosar la lista de guardias civiles que habían tenido que salir a tomar un poco el aire, incapaces de aguantar incólumes todo aquello que estaban mirando, por supuesto desde detrás de las cintas que delimitan el área del suceso, mientras esperaban la llegada de la científica.
Esto es demasiado. Tercer crimen en lo que va de semana. Ni disimulado, ni elaborado. Brutal. Simplemente brutal. El mismo modus operandi. Los mismos resultados.
Primero: Sierra de Gredos. A cinco Kilómetros desde donde ahora mismo se encuentran. Un lugareño, caminando por una roza, percibe algo extraño en un zarzal algo retirado del camino. Un matiz, un cambio de color en el paisaje. Intrigado, se dirige hacia allá. Hubiese deseado no hacerlo.
A medida que se acerca, nota un olor familiar. Al fin y al cabo, es cazador, como casi todos los vecinos de la comarca. Sangre. ¿Un ciervo? Huele bastante, o sea que tiene que ser un animal grande. Los furtivos en la zona son un problema. No es época de caza. Sin embargo, lo que le enerva no es el mero hecho de la muerte del animal, sino el desperdicio de carne que supone. Si lo matas, llévatelo. De lo contrario es un crimen– Piensa.
 
Y, efectivamente, con eso se encuentra. Un crimen. Pero no del tipo que se había imaginado. Era un animal grande, sí, pero de dos patas, y con nombre propio. Damián Uncilla. Su vecino. O eso le confirman después. En ese momento, y después de haberlo observado atentamente (en su honor hay que decir que es el único hasta el momento junto con el propio Martinez que no tuvo que alejarse precipitadamente de la escena del crimen para vomitar), lo único que saca en claro es que era un hombre, o lo que queda de él. Cara prácticamente inexistente, trozos de carne arrancados del hueso, cuello colgando de una fina tira de nervio, con la columna vertebral totalmente seccionada. Sangre. Negra. Ya coagulada.
Hubo que identificarle gracias a la documentación que encontraron a unos tres metros de su cuerpo, y aún podía escuchar los gritos de horror de su familia a la hora de identificarlo.
Hacía dos días.
El segundo apareció hace menos de veinticuatro horas, en la batida que se organizó a partir del descubrimiento del primer cuerpo, que acababan de reanudar ahora mismo, con las primeras luces de la mañana. Mismo escenario. Un sotobosque umbrío, con abundancia de encina y roble. Espeso por la maleza. Sombrío. El cuerpo aún más destrozado que el primero. Huesos quebrados, reducidos a pulpa. Pendiente de confirmar la identificación, pero todo apunta hacia un pastor de un pueblo cercano, del que se denunció la desaparición hace un par de semanas. Roque San Juan se llamaba. Recio, como todas las gentes de esta tierra. Fuerte como un mulo. Y totalmente desmembrado. Marcas en todos los huesos del cuerpo, por lo menos en todos aquellos que no estaban totalmente quebrados. No todo el destrozo se debía a los atacantes. Cada vez que cierra los ojos, puede ver a los buitres, con trozos de carne colgando de sus picos y los ojos encendidos, violentos. Protestando, porque les alejan de su comida. Sangre. De nuevo sangre.
Y ahora esto. Parece el más reciente de los tres, se dijo Martinez. De hecho, debió de salir del pueblo justo antes de que se emitiera el aviso, tres horas después de que se verificara lo sucedido con el primer cadáver. Tres malditas horas tarde.
No les había dado tiempo a terminar la faena – pensó- lo cual hacía si cabe más desagradable la tarea.  A pesar de lo reciente del hallazgo, ya se había podido identificar el cuerpo. Pablo Ramírez Crespo. 37 años, natural de Zapardiel, otro pueblo de los alrededores. Había salido a entrenar. Estaba haciendo trail por los alrededores del pueblo cuando ocurrió. Mala suerte.  Cuello desgarrado, prácticamente toda la masa muscular de la pierna derecha colgando de la rodilla. Iba corriendo. Ni siquiera tuvo una oportunidad de escapar. Sangre. Mucha más sangre.
A lo lejos, se escucha un tiro. Otro. Pronto pierde la cuenta.
Martinez levanta la cabeza y suspira, aliviado. Su trabajo ha terminado. Sí, queda papeleo, pero ya se puede relajar. Esta escena no se volverá a repetir. Por lo menos con los mismos protagonistas. Se estremece y regresa hacia el todo terreno, dejando al cargo de la escena a su compañero.
Eran doce. Lo averigua por la tarde, en la comandancia. Hubo que movilizar a cinco jaurías, y prácticamente todos los cazadores de la zona. Doce mastines, muertos de hambre tras haber pasado una semana sin comida ni agua, encerrados en una parcela. Se tiraron contra la valla. La reventaron.
No es de extrañar, comprobó al verlos. El más pequeño pesaría alrededor de los cuarenta kilos.
Fueron hacia la presa más fácil que encontraron. Y dio la mala suerte de que fue Roque. Estaba al lado de su cerca, apacentando el rebaño, cuando sucedió. No pudo ni levantar el bastón. El resto es historia.
Vamos – dice –
Sabe que es inútil, que en un par de días estará en la calle. Al fin y al cabo estaban en un recinto vallado.  Pero siente como hierve de cólera. Sabe quién es el verdadero criminal, y también sabe que quedará impune.

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